Los ojos de la niña se mantuvieron fijos en el horizonte, donde el sol, moribundo, siseaba enrojecido ahogándose en el lejano mar.
Me acerqué a ella, vadeando entre las rocas afiladas y musgosas. El agua helada me devolvió a la realidad de la que su piel de porcelana me había arrancado.
La llamé, pero no respondió. La increpé, mas fui ignorado.
Cuando finalmente la alcancé nos sentamos en la orilla y jugamos un rato, pero ella parecía carecer de todo interés. Sintiéndome cada vez más azorado por haberla convencido para venir a este paraje agreste, alejado de las marmóreas columnas de Numalia, la acaricié y, finalmente, apartando la vergüenza que su pasividad me provocaba, la besé por vez primera.
Fue un beso frío, desapasionado. Me aparté ruborizado, pensando que quizá me había equivocado al juzgarla. ¡Era tan hermosa! La sangre en sus ebúrneas mejillas le confería un aspecto preternatural.
La muerte le había arrancado toda sensibilidad.
miércoles, 11 de noviembre de 2009
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